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Desigualdad y conflicto social en el Perú

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Una de las paradojas del Perú actual es que el crecimiento económico que experimenta está acompañado de un aumento significativo del conflicto social que amenaza, incluso, la gobernabilidad del país. Las expectativas distributivas que este crecimiento generan ente los peruanos colisionan con la experiencia cotidiana de mayor pobreza y desigualdad. La conciencia de esta situación provoca una menor tolerancia a la injusticia y el uso del conflicto como el recurso principal de negociación política.

Hasta hace poco se pensaba que el Perú era un país atrapado en un círculo vicioso de crisis económica, desigualdad extrema y violencia política. Sin embargo, en los últimos años, el Perú parece estar en camino de superar esta delicada situación. En efecto, la democracia parece haberse reconstituido después de la nefasta experiencia del fujimorismo y la economía ha crecido 28 por ciento entre el 2002 y el 2006, una cifra superior al crecimiento de América Latina, del 17%, y del mundo, con el 24%.(1) En este mismo período, no obstante las buenas nuevas, el Perú también es testigo del reciente incremento del conflicto social confrontacional, en especial aquellos que enfrentan a comunidades y pueblos indígenas con grandes empresas mineras, y la irrupción de alternativas políticas contestatarias como el nacionalismo de Ollanta Humala, que casi obtiene la victoria en las elecciones presidenciales de junio de 2006.

El incremento del conflicto social se vincula directamente con las grandes expectativas distributivas que el crecimiento económico genera y que contrasta con la persistencia de la pobreza y la desigualdad que sufre la mayoría de los peruanos. También con la debilidad e inoperancia del sistema político institucional para resolver estos problemas que corroen la democracia desde sus cimientos. Hasta el momento, la bonanza económica, más allá de las declaraciones optimistas de algunos analistas o autoridades del gobierno, no ha producido el esperado “efecto cascada” o “chorreo”, como se le conoce popularmente. En efecto, luego de más de una década de reformas económicas neoliberales, la pobreza y la desigualdad no se han reducido sino, por el contrario, se han incrementado de manera significativa. En 1985, el 40.7 por ciento de los peruanos eran pobres, mientras el año 2004 los pobres constituían el 51.6 por ciento de la población. Igual sucede con la desigualdad que, según nuevas estimaciones del coeficiente de Gini, habría pasado del 0.428 en 1997 al 0.566 el 2004.(2) Según diversos informes, esto significa que el 10 % de la población de mayores ingresos acumula el 40% de la riqueza del país, que el subempleo afecta el 52.6 % de la fuerza laboral, y que solo el 62% de la población tiene acceso regular a los servicios de salud.

Las privaciones materiales y el malestar producido por las pésimas condiciones de vida no son suficientes para explicar por sí solas los numerosos conflictos sociales que se han desarrollado en los últimos años en distintas provincias y regiones del país. Sobre todo si los altos índices de pobreza y desigualdad son características de larga duración en la sociedad peruana. La gran diferencia hoy en día radica en la clara conciencia que tienen la mayoría de los peruanos de esta desigualdad y sus implicancias en términos de oportunidades de progreso y ejercicio real de los derechos. Este es precisamente uno de los notables aportes de la Encuesta Nacional sobre Discriminación y Desigualdad patrocinada por Demus, una destacada organización de la sociedad civil que lucha por los derechos de la mujer. Según esta encuesta de fines de 2004, la inmensa mayoría de peruanos (90.0%) considera injusta la distribución de la riqueza y tiene también una imagen jerarquizada de los grupos sociales que se ven afectados por la desigualdad.

La encuesta también muestra que en el sentido común de los peruanos está fuertemente arraigada la convicción de que no todos tienen las mismas oportunidades de hacer valer sus derechos y que la desigualdad tiene rostros precisos. En un extremo de esta imagen crítica de la estructura social del país están los que tienen poco o nada: los indígenas, los pobres, las mujeres, los discapacitados y los homosexuales. En el otro extremo, están lo que tienen mucho, por lo general percibidos como hombres blancos, ricos y limeños. Con este sistema clasificatorio, es evidente que una persona puede sufrir más de un criterio de exclusión y que no es lo mismo si uno nace hombre o mujer indígena, mestizo o blanco; en el campo o en la ciudad, homosexual o heterosexual.

Como señala David Sulmont, analizando esta importante encuesta, casi dos siglos después de iniciada la vida republicana, el origen étnico y la raza siguen designando el lugar que ocupan las personas en la estructura social. En otras palabras, siguen siendo factores decisivos en la generación y reproducción de las desigualdades. Lo sorprendente del Perú es la pervivencia de los factores de raza, apellido, y clase que formaron parte de las matrices de desigual dad del siglo XIX y que continúan vigentes a inicios del siglo XXI. Una continuidad que se muestra difícil de quebrar no obstante los grandes procesos de cambio y transformación por los que ha atravesado la sociedad peruana. Entre ellas, la urbanización acelerada, las oleadas migratorias, las luchas sociales e incluso la emergencia de un pujante sector de clase media proveniente del sector informal. Sin embargo, en el terreno de la concentración del ingreso y la desigualdad, ciertas características esta mentales de la estructura social peruana se mantienen a lo largo del tiempo y no cambian en demasía.

Si la mayoría de los peruanos es conciente de que las desigualdades son obstáculos casi infranqueables para salir de la pobreza y progresar, hay también la sensación de estar una vez más siendo excluidos de los beneficios del crecimiento económico. Los paupérrimos ingresos y las carencias se contrastan con el boom del consumo suntuario, la construcción y la gastronomía. El contraste produce sentimientos de frustración y exasperación de los pobres con el sistema político, y menor tolerancia social con las desigualdades. Esto es lo que sucede en el Perú actualmente. La desigualdad que antes se soportaba por el miedo al autoritarismo o por la esperanza de un futuro mejor, hoy resulta menos tolerable. Más aun, cuando la menor tolerancia se combina con la rebeldía y la exasperación, la acción reivindicativa de los pueblo desborda las vías institucionales de canalización y resolución de conflictos, y se orienta hacia la protesta callejera y el conflicto social. Decepcionadas las expectativas redistributivas y con un sistema político inoperante, el conflicto resulta casi el único instrumento de negociación disponible.

Por la importancia que han adquirido los conflictos en el proceso político actual, una de la instituciones estatales más prestigiosas, como la Defensoría del Pueblo, ha creado una unidad especializada para registrar, hacer seguimiento, y analizar la conflictividad social del país. Según la Defensoría, hay una diversidad de conflictos locales, sindicales, socioambientales, regionales, estudiantiles e, incluso, alrededor del cultivo de la hoja de coca. La mayoría de estos conflictos tienen como escenario las provincias y distritos con mayores índices de pobreza y desigualdad e involucran acciones violentas o disruptivas de la vida cotidiana. Es decir, son conflictos que incluyen bloqueo de caminos y carreteras, toma de locales públicos o privados, destrucción parcial de instalaciones de empresas privadas y violentos enfrentamientos con la policía. Detrás de estas prácticas, se encuentra la convicción popular de que el uso de acciones violentas, sobre todo de aquellas que producen daños impactantes pero controlados, es un medio legítimo y efectivo de protestar frente a las injusticias y obligar al Estado a poner atención e intervenir. El conflicto se ha convertido, de esta manera, en el recurso principal para hacerse escuchar del que disponen comunidades que históricamente carecen de acceso regular a las instituciones del sistema político.

Los informes de la Defensoría revelan que la mayoría de estos conflictos son de naturaleza local o regional, es decir, que las demandas y las acciones que los constituyen se desarrollan en espacios territoriales bien definidos. La percepción general en estos lugares es que grandes empresas mineras transnacionales realizan una extracción millonaria de recursos (oro, plata, cobre, zinc, etc.), y no dejan beneficios a los pobres e indígenas del lugar. Por el contrario, existe la airada convicción de que quienes se benefician son los “mismos de siempre”, que los pobres son cada día más pobres y que, por lo tanto, “no hay justicia”. En estas circunstancias, la confrontación y el conflicto aparecen como actos legítimos y justificados frente a un sistema político que se colude con las grandes empresas y no atiende las expectativas distributivas de los pobres. En esta visión, las normas y obligaciones públicas son débiles o inexistentes. Toda una suerte de orden moral natural que, además, es tolerado e incluso alentado por las autoridades locales y políticos con expectativas electorales.

Los conflictos sociales, si bien son numerosos, muestran también sus limitaciones. Hasta el momento, los conflictos no han logrado articularse transversalmente unos a otros ni vincularse con partidos políticos nacionales que les permitan generalizar la protesta y cuestionar el modelo económico vigente. Por el contrario, han permanecido circunscritos a espacios y demandas locales o regionales, con pocas conexiones entre sí, incluso en algunos lugares con rivalidades entre los líderes sociales que promueven las paralizaciones. En esto tiene un papel el hecho de que el crecimiento económico de los últimos años es geográficamente dispar, beneficiando más a unas regiones y localidades que a otras, provocando recelos y disputas por fuentes de agua y energía.

Es el caso de la minería, la actividad de mayor rentabilidad e importancia en el crecimiento económico que vive el Perú actualmente. La minería, al igual que la explotación gasífera, se desarrolla, por lo general, en las provincias altas andinas y donde predomina la comunidad campesina, la lengua quechua o aymará, y los indígenas más pobres y excluidos del Perú. En estos lugares, la desigualdad es tan pronunciada que ha traspasado los umbrales de la tolerancia pacifica y es aquí donde suceden los conflictos de mayor beligerancia.

La debilidad de la articulación transversal de los conflictos y, por ende, de su capacidad de producir una crisis redistributiva mayor no debe llevarnos a malos entendidos. Es cierto que, en el corto plazo, los conflictos sociales no representan un serio desafio al modelo económico neoliberal vigente aunque sí contribuyen a generar una sensación de “ruido” sobre la estabilidad económica y la gobernabilidad política del país. Sin embargo, si el crecimiento económico sigue como hasta hoy, concentrando la riqueza en pocas manos, y acrecentando la pobreza y la desigualdad, las condiciones materiales para el conflicto y su generalización estarán siempre presentes. La extrema desigualdad y la conciencia que los peruanos tienen sobre sus implicancias son los principales desafíos que tiene la consolidación de nuestra democracia.

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