Al adoptar nuevas tácticas de contrainsurgencia, incluida la utilización de antropólogos, el ejército de Estados Unidos ha logrado algunos éxitos en Irak. Fundamentalmente, disminución de atentados contra los ocupantes. John McCain, el candidato republicano en las elecciones presidenciales de noviembre, llegó a declarar que Estados Unidos estaba ganando la guerra. Pero este triunfalismo es ante todo una cortina de humo tras de la cual el presidente George W. Bush trata de perpetuar la presencia estadounidense en la Mesopotamia.
“Aunque el enemigo siga siendo peligroso y quede trabajo por hacer, la movilización (surge) (1) estadounidense e iraquí obtuvo resultados que pocos hubiéramos imaginado hace solamente un año (aplausos). Cuando nos reunimos el año pasado, muchos pensaban que era imposible contener la violencia. Un año después, los ataques terroristas de gran envergadura disminuyen, las muertes de civiles también, así como las matanzas religiosas”. (…)
“Cuando nos reunimos el año pasado, Al-Qaeda tenía santuarios en numerosas regiones de Irak, y sus dirigentes proponían a nuestras fuerzas un camino seguro para abandonar el país. Hoy, es Al-Qaeda la que busca un camino seguro (para huir)”.
Este es el panorama de la guerra iniciada hace cinco años en Irak que trazaba el presidente George W. Bush, en su último discurso sobre el Estado de la Unión, pronunciado en el Congreso el 28 de enero de 2008. Sería tentador descalificar esta perorata con un encogimiento de hombros, a tal punto esta administración engañó a la opinión pública, manipuló los hechos, alteró los datos… Un estudio reciente confirmó además que, entre el 11 de septiembre y el comienzo de la guerra, Bush y seis de sus más estrechos colaboradores habían mentido en… 935 oportunidades, a propósito del peligro que representaba Irak para Estados Unidos (2).
Esta vez, sin embargo, las declaraciones del anfitrión de la Casa Blanca, recogidas y amplificadas por los medios de comunicación y por algunos responsables estadounidenses incluso demócratas, parecen basarse en datos sólidos.
Según un informe estadounidense (3), en dos años el número de víctimas de muerte violenta entre los civiles iraquíes descendió de un máximo de 3.000 en noviembre de 2006 a 700 en diciembre de 2007; y entre los soldados de la coalición, de un promedio de 100 por mes a fines de 2006 (130 en mayo de 2007) a una veintena a fines del año pasado. Los ataques de gran envergadura (coches bomba, atentados suicidas, etc.) cayeron de 130 en junio de 2007 a 40 en diciembre de 2007. Finalmente, mientras que en diciembre de 2006 se asesinaba a 2.200 personas en actos de violencia interétnica (esencialmente entre sunnitas y chiitas), esta cifra caía aproximadamente a 200 en noviembre de 2007. Estos logros llevaron a la administración a anunciar una retirada gradual de 5.000 soldados por mes, retirada que en parte ya comenzó: las fuerzas estadounidenses pasarían de un máximo de 170.000 soldados a 130.000 de aquí al verano boreal.
Sin embargo, a fines de 2006, la situación de las tropas estadounidenses en Irak parecía seriamente comprometida, y la presión de la opinión pública a favor de una rápida retirada era considerable, tal como lo confirmaba la victoria de los demócratas en las elecciones legislativas de noviembre. La comisión bipartita presidida por el ex secretario de Estado James Baker y por la ex presidenta de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados Lee Hamilton, emitía una opinión muy severa sobre la política de Washington. Proponía un cambio de rumbo, una retirada gradual del ejército estadounidense, así como la apertura de un diálogo con Siria e Irán, y el tratamiento del problema palestino.
Pero, contra viento y marea, el presidente Bush se negaba a ceder. Tomaba otro camino, el que preconizaba un informe de la fundación de derecha American Enterprise Institute. El texto, titulado “Choosing victory: a plan for success in Iraq” (“Elegir la victoria: un plan para triunfar en Irak”), preparado por Frederick Kagan, una de las plumas neoconservadoras, y por el general retirado Jack Keane, preconizaba, a diferencia de la comisión Baker-Hamilton, el envío de tropas adicionales y su concentración en la región de Bagdad con el fin de restablecer el orden.
Creciente fragmentación social
¿Fue acertada esta decisión, como pretendía Bush en su discurso sobre el Estado de la Unión? La llegada de 30.000 soldados mejoró indudablemente la seguridad en la capital. La construcción de muros para separar los barrios sunnitas y chiitas y reducir las fricciones religiosas, la multiplicación de los puntos de control (se registran 100.000 bloques de cemento en Bagdad y sus alrededores sobre las vías de circulación), etc., lograron la disminución del número de atentados. Las comparaciones son odiosas, pero cabe señalar que, al movilizar sus fuerzas, el ejército francés ganó la batalla de Argel en 1957, lo que no le impidió perder la guerra…
Otros dos elementos favorecieron la disminución de la violencia en Irak. El primero, el alto el fuego unilateral decretado por Moktada Al-Sadr, en agosto de 2007 (4). El ejército del Mahdi, la más poderosa de las milicias del país, representa a los chiitas más pobres. Lo impulsa un fuerte nacionalismo, una persistente desconfianza hacia los dirigentes iraníes, y una hostilidad inquebrantable a la presencia estadounidense. Pero este alto el fuego sigue siendo inestable, en la medida en que los objetivos de Al-Sadr y los de Estados Unidos son contradictorios.
El segundo elemento, el más determinante en la disminución de los ataques, fue el acercamiento entre la comunidad sunnita y Estados Unidos, acercamiento que se aceleró en la primavera boreal de 2007 y que tiene dos aristas: por un lado, el ocupante financió ampliamente a las tribus para obtener su adhesión; por el otro, celebró acuerdos con grupos de resistencia anti-estadounidenses. Dicho movimiento, que algunos llaman Al Sahwa (“Despertar”) y que Washington denomina, de manera extravagante, “Concerned Local Citizens” (“Ciudadanos locales involucrados”), agrupa a varias decenas de miles de hombres armados (con seguridad 60.000).
Las motivaciones de estos últimos son diversas: primero y sobre todo, el rechazo de Al-Qaeda, de su extremismo, de su voluntad de imponer un “Estado islámico” con un rigorismo a ultranza, y cuyos objetivos “mundiales” no comparten; por otra parte, estos grupos buscan, en la alianza táctica con Estados Unidos, un contrapeso al “peligro chiita”; finalmente, el dinero es un poderoso estimulante para los jefes tribales. Los resultados de este “viraje” están allí, tal como lo señala el periodista Patrick Cockburn: la ciudad de Fallujah, “muchos de cuyos edificios permanecen en ruinas desde que fue tomada por asalto por los marines en noviembre de 2004, es mucho más pacífica que hace seis meses. Los combatientes de Al-Qaeda que dominaban la ciudad la abandonaron, o mantienen un perfil bajo” (5).
Pero esta alianza insólita sigue siendo frágil. Primero, porque los grupos de resistencia asociados a Estados Unidos son profundamente hostiles al proyecto estadounidense y a toda presencia permanente de sus tropas. Segundo, porque estos movimientos sunnitas armados se oponen al gobierno central, dominado por partidos chiitas, tal como lo demuestran los múltiples enfrentamientos en Bagdad y otras zonas sunnitas entre las milicias “aliadas” a Estados Unidos y la policía (o el ejército) iraquí, de mayoría chiita (6).
No existe ningún poder central que pueda “sacar ventaja” de los logros estadounidenses. El pacto entre Estados Unidos y las milicias sunnitas agravó la desagregación de la autoridad. La “limpieza religiosa” en numerosas regiones, entre ellas la capital Bagdad, se aceleró, contribuyendo –con el debilitamiento de Al-Qaeda, la adhesión de grupos armados sunnitas y la compartimentación de los barrios mediante la construcción de muros– a una disminución de los enfrentamientos interreligiosos. Sin embargo, esta separación no aportó una mayor estabilidad a nivel regional o local.
Ninguna de las tres grandes “comunidades”, chiita, sunnita y kurda, representa un conjunto homogéneo. El Kurdistán mantiene su “autonomía”, pero sigue profundamente dividido entre la zona controlada por el Partido Democrático del Kurdistán (PDK) y la que se encuentra bajo la hegemonía de la Unión Patriótica del Kurdistán (UPK), al tiempo que el poder de estos dos partidos se ve cuestionado por el crecimiento de grupos kurdos islamitas. En el Sur, la rivalidad entre el ejército del Mahdi y el Consejo Supremo Islámico de Irak de Abdelaziz Al-Hakim es fuerte. A nivel local, las milicias que hacen imperar el “orden” funcionan según una lógica predadora en detrimento de la población. El gobierno central ve su autoridad reducida a la “zona verde” de Bagdad, esa inmensa fortaleza protegida por los marines.
Incalculable costo humano
Para favorecer la reintegración de los sunnitas, Estados Unidos presionó a las autoridades, y en enero y febrero el Parlamento iraquí aprobó tres leyes. La primera está relacionada con la “desbaasización” (que el procónsul estadounidense Paul Bremer había impuesto desde la “liberación”, en 2003, y que Estados Unidos considera actualmente perjudicial); la segunda preve una amnistía parcial para las decenas de miles de prisioneros (en su gran mayoría, sunnitas); la tercera fija las prerrogativas de los poderes locales y su elección el 1 de octubre próximo, lo cual podría devolver a los sunnitas un papel más importante en las regiones donde son mayoría o en zonas mixtas (habían boicoteado los escrutinios de enero de 2005).
Sin embargo, la implementación de estas decisiones será difícil, a tal punto es viva la animosidad entre las fuerzas políticas, y débil el imperio de la ley. Por ejemplo, el vicepresidente (sunnita) Tariq Al-Hashimi se negó a firmar la ley sobre la “desbaasización” porque, a diferencia del objetivo proclamado, podría permitir que se sigan expulsando del aparato de Estado a antiguos miembros del Baas.
¿Quién está ganando la guerra en Irak? En todo caso, los iraquíes no. Sin duda, será imposible calcular el costo humano de la guerra, y resulta significativo que no se haya hecho ningún esfuerzo serio para contabilizar los muertos iraquíes, mientras que se conoce, en detalle, el número de soldados estadounidenses caídos en combate (3.967 al 20 de febrero de 2008). Sólo nos quedan las estimaciones que convergen en un punto, la amplitud del desastre.
Un reciente informe realizado por una empresa británica, Opinion Research Business (ORB), y basado en entrevistas personales a 2.414 adultos, afirma que el 20% de estas personas tuvieron al menos un muerto en su familia y estima en 1 millón las muertes provocadas, directa o indirectamente, por la guerra entre el 19 de marzo de 2003 y el verano boreal de 2007. Un estudio de la Universidad Johns Hopkins, publicado por la revista médica Lancet en octubre de 2007, había estimado 650.000 muertos. La Organización Mundial de la Salud (OMS), por su parte, anunciaba en un comunicado del 9 de enero de 2008 que 151.000 iraquíes habían muerto de manera violenta entre el comienzo de la guerra y junio de 2006.
Este deterioro de la seguridad viene acompañado de un deterioro de la vida cotidiana. No sólo la producción de petróleo no superó su nivel de antes de la guerra, sino que sigue habiendo cortes de electricidad varias horas por día, el 70% de la población no tiene acceso directo al agua potable, los hospitales no están equipados, los médicos emigraron, etc. Y la cantidad de refugiados y personas desplazadas ronda los 4 millones; el mayor desastre regional desde la guerra de Afganistán de la década de 1980.
¿Quién está dispuesto a escuchar este sufrimiento de los iraquíes? Tal como lo informa Michael Massing en New York Review of Books, el grupo de prensa estadounidense McClatchy instaló una oficina en Bagdad y creó un blog llamado “Inside Iraq” para escuchar a los ciudadanos comunes, iraquíes que no interesan verdaderamente a la prensa estadounidense (7). Menos aun cuando la disminución de muertes de soldados generó una reducción de la cobertura de la guerra por parte de los medios de comunicación estadounidenses, lo que confirma la idea de “la victoria”: si la televisión no se ocupa más de ella, significa que no pasa nada…
Intrusos, no liberadores
Tal como explica Leila Fadel, la responsable de la oficina McClatchy en Bagdad, “los estadounidenses creen que sus soldados actúan con un buen fin. Los iraquíes no lo ven así. Ven a gente que está allí para defender sus propios intereses, y que circula en contramano por las rutas, corta el tránsito cuando quiere, a la que es mejor no acercarse demasiado para no ser asesinado”. Uno de los participantes del blog “Inside Iraq” relató el ingreso de soldados estadounidenses en una escuela, cómo un niño les arrojó una piedra y cómo recibió una paliza. ¿Por qué el niño tiró esa piedra? “Eran soldados extranjeros. Vivimos bajo la ocupación”. Es un sentimiento ampliamente compartido entre los iraquíes, confirma Leila Fadel: “Todas las personas con quienes hablé piensan igual. No disponen de poder en su propio país”.
Unos meses después de que Estados Unidos invadiera Irak, Jean-François Revel escribía: “Existe una xenofobia generalizada entre los iraquíes, al igual que en todos los países árabes. Apunta a todos los occidentales. (….) Nos encontramos ante un pueblo incapaz de gobernarse a sí mismo y que, al mismo tiempo, no quiere que los demás se ocupen de él” (8). Este eminente representante de la derecha bien pensante, ya fallecido, se indignaba de que los iraquíes no hubieran recibido a sus liberadores con flores.
Pero los primeros asombrados fueron los propios dirigentes estadounidenses. Eran incapaces de comprender los sentimientos nacionales de los iraquíes, su rechazo, a pesar de su odio a Saddam Hussein, de toda nueva forma de colonialismo, rechazo arraigado en una dolorosa historia y en la memoria de la prolongada ocupación británica. La Casa Blanca no escuchó a los iraquíes en 2003. ¿Está dispuesta a hacerlo hoy? Seguramente no.
Transformación del debate
Los logros obtenidos por Estados Unidos en Irak estos últimos meses, por parciales que sean, permitieron disminuir la presión de la opinión pública estadounidense sobre la administración Bush a favor de una retirada de las tropas, y reducir las críticas internacionales. Pero este respiro no lleva al presidente a punto de terminar su mandato a cambiar su estrategia. Todo lo contrario.
El mandato que Naciones Unidas había acordado finalmente en 2004, un año después de la guerra, a las fuerzas de la coalición –en realidad, estadounidenses (9)– vence en diciembre. La Casa Blanca no desea su renovación y busca reemplazarlo por un acuerdo bilateral (las negociaciones con Bagdad deberían concluir antes del verano boreal). Reina cierta confusión sobre la naturaleza de este acuerdo: el Senado solicita ejercer su derecho a ratificar un texto semejante; la Casa Blanca responde que el acuerdo no preverá explícitamente la participación estadounidense en la defensa de Irak o la construcción de bases permanentes; así que esa ratificación no será necesaria.
Sin embargo, fue el propio presidente Bush quien, cuando firmó el presupuesto de defensa –un presupuesto récord de 515.000 millones de dólares para el año fiscal 2008 (y 575.000 millones para el año siguiente)– agregó una “aclaración”: no se sentía obligado por las restricciones previstas en el texto a no gastar dinero en el establecimiento permanente de bases militares en Irak (10). Por otra parte, al tener Estados Unidos dificultades para lograr que el Parlamento iraquí apruebe una ley sobre el petróleo que significaría privatizar el sector, presiona al gobierno de Bagdad para que ignore la oposición de los diputados y la implemente ¡sin su aprobación! (11). Sin embargo, el nacionalismo de la Iraq Petroleum Company es, y sigue siendo, desde 1972, uno de los grandes motivos de orgullo de los iraquíes, cualquiera sea su pertenencia étnica o religiosa.
En definitiva, el principal logro de Bush fue transformar el debate en Estados Unidos. En 2006, el fiasco parecía inevitable; hoy algunos disfrutan creyendo en la victoria. El presidente espera así atarle las manos a su sucesor e inducirlo a que tome el mismo camino, que sin embargo no tiene salida. Los triunfos de Barack Obama, un candidato hostil al mantenimiento de la presencia de las tropas estadounidenses en Irak, muestra sin embargo que, incluso en el terreno interno, Bush no está seguro de triunfar.