¿Continúa Washington con su ambición imperial en América Latina? ¿Habrá cambios en su despliegue internacional después de la elección presidencial de noviembre? ¿América Latina será foco de renovada atención a partir de 2009? La estrategia de Estados Unidos hacia la región se apoya fuertemente en lo militar, mientras una mayoría de países de América del Sur reacciona con firmeza y realismo.
Es necesario subrayar que Estados Unidos puede ser visto y analizado de manera más desagregada; que su poder real acumulado (el del Estado y el de sus elites más influyentes) está cada vez más cuestionado simbólica y materialmente y que el comportamiento de sus principales actores internos aporta, simultáneamente, al orden y al desorden internacional y regional. Evaluar el papel de los militares en la política de Washington en el área resulta esencial, pero debe tenerse en cuenta esa complejidad. Contemplar a Estados Unidos como un todo, ya sea a modo de enemigo inevitable o de aliado pleno, es erróneo. Pero en lo que corresponde a su dimensión militar, Estados Unidos tiende a convertirse en un problema para la región.
Un cambio trascendental
Washington ha variado sensiblemente su gran estrategia (política exterior y de defensa); la doctrina y los instrumentos diplomáticos que la sostienen (Cuadro 1, pág. 5). Durante la Guerra Fría predominó la estrategia de la contención; se trataba de frenar la expansión de la Unión Soviética y, de ser posible, revertir (“roll back”) la consolidación de su zona de influencia. En aquel período sobresalió la doctrina de la disuasión: los efectos de una represalia serían aniquiladores si la URSS iniciaba un ataque nuclear. La estrategia y la doctrina se apoyaban en una red de alianzas con compromisos firmes y decisivos. En el ámbito hemisférico la grand strategy estadounidense se complementaba con una doctrina subalterna: Washington no asignaba a las fuerzas armadas de la región un papel fundamental en el combate contra la URSS. En cambio, impuso la denominada “Doctrina de la Seguridad Nacional” para combatir al “enemigo interno”: el comunismo local.
Después del 11 de septiembre de 2001 y más aún luego del ataque a Afganistán y la ocupación de Irak, Estados Unidos transformó su política exterior y de defensa. La nueva estrategia se orienta hacia la primacía: Washington no tolerará ningún competidor internacional de igual talla, sea éste un amigo (por ejemplo, la Unión Europea) o un eventual oponente (por ejemplo, China). Según la nueva doctrina de la guerra preventiva, Washington se arroga el poder de usar su poderío bélico contra cualquier país, independientemente de que éste se disponga a atacar de manera inminente y de modo comprobable a Estados Unidos. Las alianzas sólidas del pasado se reformulan y sustituyen por coaliciones ad hoc (coalitions of the willing); lo que supone que sólo Washington fija la misión y luego establece la coalición para llevarla a cabo.
Aunque la doctrina subalterna para el hemisferio que acompañe esa redefinición de la grand strategy aún no está plenamente consensuada y activada, hay señales evidentes de un cambio importante, que podría conducir a que Washington instale en la región lo que podríamos llamar una “doctrina de inseguridad nacional”. Varios elementos apuntan, preocupantemente, en esa dirección.
Amenazas permanentes
Por una parte, Washington ha logrado arraigar en América Latina, con diferentes niveles de aceptación según cada país, la idea omnipresente de las “nuevas amenazas”; de la proliferación de todo tipo de peligros: el terrorismo global, el crimen organizado transnacional y el narcotráfico mundial, que operan en “espacios vacíos” donde el Estado se ha esfumado o está en franca desaparición.
El Pentágono viene insistiendo en que esas amenazas exigen dejar de lado la división entre seguridad interna y defensa externa y que, por lo tanto, las labores policiales, de los cuerpos de seguridad y de las fuerzas armadas deben entrecruzarse e intercambiarse, borrando las fronteras entre tareas policiales y militares. El así llamado “Plan México” de 2008 (que reproduce la misma lógica punitiva en materia de lucha anti-drogas que el conocido “Plan Colombia” de 2000) y la participación militar en el combate contra los narcóticos en las favelas de Brasil sugieren que la estricta separación entre defensa y seguridad se opaca progresivamente.
A su vez, Latinoamérica ha aceptado, aunque de modo parcial y contradictorio, la tesis de la coalición de voluntarios. Por un lado, el Pentágono obtuvo la participación militar directa de El Salvador, Honduras, Nicaragua y República Dominicana y el respaldo político explícito de Colombia y Costa Rica en la coalition of the willing que atacó a Irak en 2003. Por otro, logró que doce países del área se comprometieran en la misión policial-militar en Haití a partir de 2004. No hay dudas de que existe una significativa diferencia entre la guerra punitiva emprendida por Washington y sus aliados en Irak y el despliegue de fuerzas en Haití, avalado por Naciones Unidas. Sin embargo, e independientemente del sentido humanitario de la participación latinoamericana en el contingente haitiano, muchos países de la región asignan un valor creciente a sus fuerzas armadas en los procesos de pacificación, estabilización y reconstrucción más allá de sus fronteras. El tipo de vinculación intra-militar que se genera en el plano hemisférico, el aprendizaje interno que deja este tipo de participación militar externa, y su impacto de mediano plazo en las relaciones cívico-militares y la evolución democrática domésticas, entre otras, son cuestiones a evaluar con detenimiento.
“Vale todo” antiterrorista
En este contexto, la reciente operación militar del gobierno de Colombia en territorio de Ecuador contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), es de enorme significación (1). En primer lugar, plantea el riesgo de que la “guerra contra el terrorismo” se latinoamericanice. Después de los atentados del 11-9 en Estados Unidos, el terrorismo transnacional de alcance global se hizo presente en Europa, se consolidó en Medio Oriente, Asia Central y el cuerno de África y se proyectó en el sudeste de Asia y el Pacífico: el único espacio en el que esa modalidad de terrorismo no se manifestó en lo que va del siglo XXI es América Latina. En segundo lugar, eso permitiría la vulneración del derecho internacional para combatir a presuntos terroristas, y el despliegue de modalidades preventivas del uso de la fuerza podría instalarse como práctica estandarizada. Esto, a su turno, podría derivar en la tergiversación de la legítima defensa y la militarización de las respuestas a la ya larga lista de problemas socio-políticos existentes.
A este respecto, la Resolución de la Organización de Estados Americanos (OEA) del 17-3-08 tiene gran importancia. Recoge, sintetiza y explicita el sentido y alcance de la Resolución del Consejo Permanente de la OEA del 5-3-08 y la Declaración del Grupo de Río del 7-3-08. En su parte resolutiva, reafirma, entre otras, la vigencia del principio de soberanía territorial “consagrada de manera irrestricta y sin ninguna excepción en el artículo 21 de la Carta” de la organización; rechaza la incursión de fuerzas colombianas en Ecuador “sin conocimiento ni consentimiento” del gobierno en Quito; registra las disculpas presentadas por Colombia y su decisión de que lo acontecido no se repita “en ninguna circunstancia”; reitera el compromiso de la región en el combate de las amenazas provenientes “de grupos irregulares o de organizaciones criminales”; y procura el ejercicio de los buenos oficios para restablecer “la confianza entre las dos partes”. La ratificación de principios esenciales de convivencia y respeto entre las naciones así como la voluntad de Colombia de ceñirse al consenso de la región implica una señal alentadora en la dirección de eludir convertir un modo de acción impropio e ilegal en una estrategia válida y permanente. La reserva introducida por Estados Unidos respecto a su interpretación de los hechos ocurridos en torno a la muerte del dirigente de las FARC Raúl Reyes y su énfasis en la “autodefensa” como justificación de la acción militar colombiana apunta en la vía contraria: justificar cualquier metodología en la lucha contra el terrorismo.
Despliegue proconsular
El resultado parcial de lo sucedido en la OEA deja en una impasse la configuración de una nueva doctrina para enfrentar las “nuevas amenazas”. En la versión optimista de lo ocurrido se destaca que América Latina frenó a Estados Unidos; en la pesimista, Washington logró quebrar la unanimidad interamericana. Una mirada alternativa, que intente discernir los claroscuros de lo resuelto, induce a concluir que la dinámica de la “guerra contra el terrorismo” en la región empieza a adquirir ciertos contornos, tan oscuros y peligrosos como los que caracterizan a otros ámbitos del sistema internacional.
En este contexto, la visión del Comando Sur estadounidense sobre América Latina amerita una evaluación pormenorizada. Dividiendo los planos de interlocución entre Estados Unidos y la región en tres, asoma el siguiente panorama: a) los negocios fluyen a través de los tratados comerciales, multi o bilaterales (NAFTA, CAFTA, Chile, Perú, Colombia y Panamá); b) la dimensión militar emana del Pentágono, la articula el US Southern Command (Comando Sur, USSC) y ocupa un lugar cada vez más central en la estrategia regional de Washington y c) el intercambio político se ha debilitado, se concentra en “casos-problema” (Venezuela, Colombia, etc.) y carece de una agenda positiva.
El análisis del informe 2007 del US Southern Command (2), revela el plan estratégico más ambicioso que haya concebido en años una agencia oficial estadounidense respecto a la región. Brillan allí por su ausencia tanto los instrumentos –el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y la Junta Interamericana de Defensa (JID)– como los organismos mutilaterales (la OEA y la ONU). Pero también las instancias políticas internas (los Departamentos de Estado, Justicia y Tesoro) de interacción con el hemisferio se han evaporado en el documento. El Comando Sur anuncia su papel y proyección en el área para los siguientes diez años como lo haría un procónsul continental.
El texto comienza por resaltar los principales desafíos de Estados Unidos en Latinoamérica y el Caribe. Resulta elocuente –y alentador– que no aparezcan en la región las dos mayores amenazas a la seguridad estadounidense: ni existen tiranos con armas de destrucción masiva, ni hay formas de terrorismo transnacional de alcance global. Apenas se señala que “potencialmente” podrían usarse espacios escasamente gobernados para dañar intereses vitales de Estados Unidos; en ningún párrafo se confirma la existencia concreta de grupos islámicos radicales que operen en la zona con el objetivo de atacar blancos estadounidenses. A su vez, se identifica a la pobreza, la inequidad, la corrupción y la criminalidad como retos significativos.
Tanto la misión como la visión del Comando Sur son desmesuradas: se arroga ser la organización líder, entre las agencias existentes, para garantizar “la seguridad, la estabilidad y la prosperidad en toda América” (3). A las tareas militares usuales se agregan la gestación y el apoyo de coaliciones regionales y globales (las coaliciones de voluntarios) para operaciones de paz en lo zonal y mundial, así como la identificación de “naciones alternativas para que acepten inmigrantes” y establezcan instalaciones para afrontar el problema de las migraciones masivas.
A los fines de incrementar la estabilidad procura, entre otras, vincular activamente a diversas dependencias estatales, ONG e instituciones públicas y privadas; propone negociar “acuerdos de seguridad en todo el hemisferio”; designar a nuevos países con el estatus de aliado extra-OTAN (sólo Argentina lo es); y estimular esfuerzos conjuntos entre actores gubernamentales y no estatales en labores humanitarias. Para “alentar la prosperidad” subraya la importancia de desarrollar en América Latina programas de entrenamiento en el campo de “la seguridad interna” de las naciones; de incrementar el número de las llamadas “localizaciones de seguridad cooperativa” (en realidad bases militares, como Manta, en Ecuador; Reina Beatrix en Araba; Hato Rey en Curaçao y Comalapa en El Salvador); de respaldar la iniciativa de un batallón conjunto de las fuerzas armadas de Centroamérica “para realizar operaciones de estabilización”; de colaborar en la configuración de las “estrategias de seguridad nacional” de los países latinoamericanos; y de mejorar la definición del rol del Departamento de Defensa en “los procesos de desarrollo político y socioeconómico” de los países de la región.
Esta nueva estrategia del Comando Sur se enuncia en el contexto de un creciente papel del Departamento de Defensa respecto a Latinoamérica y el Caribe (4). Entre 1997 y 2007 el total de asistencia militar y policial de Estados Unidos a la región ha sido de aproximadamente 7.300 millones de dólares. En 2005-2007 cuatro países del área se ubican entre los quince mayores receptores del mundo en asistencia militar estadounidense: Colombia, quinto; Bolivia, octavo; Perú, décimo y México, doceavo. En el último lustro las ventas de armamentos a la región se han ubicado en un promedio anual de 1.100 millones de dólares. 85.820 militares latinoamericanos se entrenaron en Estados Unidos entre 2001 y 2005 (desde1946 a 2000, sólo la infausta Escuela de las Américas entrenó unos 61.000 soldados y policías).
Por todo ello, la estrategia de una década (está planteada hasta 2016) del Comando Sur continuará demandando más recursos materiales y mayor autonomía. Se trata de un plan vasto, ávido e integral cuya ejecución es, al parecer, independiente del futuro político-militar de Irak y Afganistán y de la próxima elección presidencial de 2008 en Estados Unidos. Implícitamente se asume que ningún gobierno liderado por un(a) demócrata alterará el rumbo de la diplomacia militar hacia la región durante una década.
Tras las elecciones nada cambiará
Con este telón de fondo en cuanto a la proyección de Washington en Latinoamérica avanza el proceso electoral estadounidense. En ese sentido, es probable que haya más continuidad que cambio. Después del 11 de septiembre, la sociedad civil quedó tan sensibilizada que la única opción de cualquier presidente será ser “duro” con los terroristas. Los políticos quedaron restringidos con aquel trauma; los militares se tornaron adictos a la nueva “guerra contra el terrorismo” y ambos están hipnotizados con la noción de una primacía global de Estados Unidos. En síntesis, el país quedó encerrado –tanto en el sentido de estar cautivo como cautivado– en la lógica del 11-9. Con el miedo flotando, en recesión económica y amenaza de crisis financiera, es difícil suponer virajes sustantivos en el frente externo. Ningún candidato, ninguna fuerza política parece dispuesta a replantear el papel de la fuerza en la estrategia externa. La hiper-militarización de la política exterior es cada vez más elocuente: todos los indicadores cuantitativos y cualitativos (presupuesto, doctrina, despliegue, alcance, peso corporativo, gravitación institucional, balance cívico-militar) apuntan en ese sentido. Demócratas y republicanos, neoconservadores y liberales, por igual, confían hoy en exceso en el valor del uso de la fuerza en la política mundial y se muestran temerosos del derecho internacional y los regímenes internacionales. El dilema no es si Estados Unidos es o va en camino de ser un nuevo imperio; lo problemático es la vía “prusiana” de liderazgo que su dirigencia parece haber consentido.
El deterioro económico interno y su proyección externa concentrarán buena parte de la agenda del próximo mandatario. El Presidente deberá necesariamente poner la casa en orden antes que pretender ordenar la casa de otros. La principal fuente de la eventual declinación estadounidense está en su interior y es mucho más socioeconómica que político-militar. Es por eso que existe una suerte de consenso tácito en algunas materias estratégicas: frenar a China, cooptar a India, disuadir a Rusia, controlar a Europa, poner en cuarentena a Pakistán, contener a Irán, sostener a Arabia Saudita, defender a Israel, aislar a Venezuela, asistir a Colombia, entre otros. En esos temas se puede observar, en líneas generales, una relativa convergencia entre los principales candidatos: sobre estos asuntos hablan poco y cuando lo hacen sus diferencias son de estilo y no de contenido.
Por último, modificar sustancialmente la política de defensa no depende de los individuos. Prefigurar cambios debido al perfil de cada candidato es osado y más lo es cuando Washington no abandona su pretensión de primacía: demócratas y republicanos a lo sumo expresan matices de una primacía calibrada. Hay sutilezas apreciables y tonos distintos entre los candidatos. Pero no hay distancias y diferencias notables. Los contendientes pueden exhibir características personales distintivas y aun responder a tradiciones partidistas particulares. Ello, sin embargo, no implica que vaya a ocurrir un viraje apreciable. La continuidad la impone un conjunto de fuerzas, factores y fenómenos internos y externos.
Oportunidades para Sudamérica
Ante ese panorama, Latinoamérica muestra su proverbial fragmentación. En el ámbito más acotado de Sudamérica se potencia la conflictividad andina (Stefanoni, pág. 10), que opera como un imán que atrae cada día más a Washington hacia el área.
Paradójicamente, esto ocurre en una coyuntura infrecuente: pocas veces se han presentado tantas condiciones concurrentes para reducir la subordinación de América Latina respecto a Estados Unidos y ampliar la autonomía de Sudamérica en los asuntos mundiales. La oportunidad está presente; su buen o mal uso depende de los países de América del Sur.
La desatención de Estados Unidos a la región después del 11-9, su pérdida de credibilidad desde la invasión de Irak y su mal manejo económico en los últimos años brindan a la región un margen inusitado.
El denominado “giro a la izquierda” en Sudamérica es la consecuencia natural de un movimiento democratizador que, con la crisis de las dictaduras, contó con el apoyo de Estados Unidos. La actual revalorización del Estado en Sudamérica es consecuencia de los costos generados por las políticas consagradas en el llamado Consenso de Washington: su agotamiento es visible en toda la región. El ensayo de medidas socio-económicas heterodoxas no ha podido ser cuestionado por una Casa Blanca incapaz de ordenar económicamente su propio país. La obsesión de Washington con Medio Oriente y Asia Central y su desprestigio internacional y hemisférico han tenido una manifestación especial en América del Sur: hay una inusual proliferación de iniciativas concebidas sin la participación de Estados Unidos.
Ahora bien, tres asuntos que giran en torno a Brasil darán la clave de si América del Sur resigna esta oportunidad, pretende un simple reacomodo dependiente o alcanza una respuesta más emancipadora. Primero, los importantes descubrimientos de petróleo en costas brasileñas alteran la ecuación energética regional, convierten a Brasil en un jugador internacional de peso en materia energética y obligan a Brasilia a diseñar una gran estrategia más consistente, si es que desea convertirse en un poder emergente de envergadura. Segundo, los acuerdos de febrero de 2008 entre Brasil y Argentina en materia nuclear y de defensa son trascendentes: el enriquecimiento de uranio para fines pacíficos, el diseño de un modelo de reactor nuclear de potencia y los compromisos para fabricación conjunta de armas constituyen el núcleo relevante de lo firmado. Por último, la iniciativa de Brasil de llamar a la constitución de un Consejo Sudamericano de Defensa (Pignotti, pág. 8) expresa, por un lado, la obsolescencia de la Junta Interamericana de Defensa que opera en Washington, y el deseo de aportar a la reducción de conflictos en la región.
Tomados en conjunto, y al margen de las expresiones públicas, estos movimientos regionales indican un creciente realismo ante Estados Unidos: no es el enemigo inexorable ni un aliado inmejorable; pero su proyección geopolítica y despliegue militar en América del Sur es cada vez más un problema.
REFERENCIAS
(1) Ver dossier “Petróleo y Plan Colombia: guerra por la Amazonia”, varios autores, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, abril de 2008.
(2) US Southern Command Strategy 2016 Partnership for the Americas, US Southern Command, Miami, 2007.
(3) El re-despliegue de la IV Flota (que operó entre 1943 y 1950) al mando del almirante Joseph D. Kernan a partir del 1-7-08 se inserta en el contexto de una mayor proyección del poder militar de Estados Unidos en la región.
(4) Puestos militares que colaboran con el Comando Sur: US Army South (en Fort Sam Huston, Texas); Twelfth Air Force (en Davis-Monthan Air Force Base, Arizona); Naval Forces Southern Command (en Mayport Naval Base, Florida); Marine Corps Forces South (en Miami, Florida); Special Operations Command South (en Homestead, Florida); Joint Task Force Bravo (en Soto Cano Air Base, Honduras); Joint Task Force Guantánamo (en Bahía de Guantánamo, Cuba); y Joint Interagency Task Force South (en Key West, Florida).