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La TV y su papel en la lucha entre “el bien y el mal”

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En el Perú, nunca se ha procesado bien la noción de una televisión pública al servicio de todos bis a bis una televisión “pública” al servicio del gobierno de turno y hoy más que nunca se hace imprescindible que el canal del Estado se convierta precisamente en eso, en una emisora al servicio de la sociedad en su conjunto y deje de ser un medio de comunicación al servicio de los intereses políticos cuyunturales de quien ejerce el poder. Ello incluye, ciertamente, la radiodifusión. No podemos hablar de modernidad sin ese cambio esencial.

Dos hechos, aparentemente inconexos, hacen de la televisión un instrumento peligrosamente nocivo para la salud mental de los ciudadanos y, sobre todo, para la salud moral de la sociedad. Por un lado, está probado que nuestro sentido de la vista recupera diez veces más información que todos los otros sentidos juntos; por otro, los ciudadanos en general, y muy particularmente los del llamado Tercer Mundo, carecen de conocimiento y conciencia sobre los derechos y prerrogativas que les asisten e ignoran que las imágenes de la televisión son tan manipulables y manipuladoras como los mensajes hablados.

Siendo el mensaje visual todopoderoso ante los otros elementos que lo componen, bastarán pocas imágenes, que muchas veces son tomadas de los archivos, como aquellos supuestos festejos callejeros de los palestinos el aciago día que derribaron las torres gemelas en Nueva York, para que el televidente no sólo se haga una idea de la actitud de otros grupos humanos, sino que adquiera una postura emocional ante los mismos. Si a esas imágenes agregamos la repetición continua de mensajes que simplifican el problemático mundo actual a una lucha entre el bien y el mal y las alternativas existentes a una elección entre el blanco y el negro, tendremos como resultado que, ante la cada vez más intrincada complejidad del universo que habitamos, alimentamos la razón de quienes son sus actores con elementos que reducen al mínimo su capacidad de racionamiento.

Al decir de Sartori, “mientras la realidad se complica y las complejidades aumentan vertiginosamente, las mentes se simplifican y nosotros estamos cuidando a un video-niño que no crece, a un adulto que se configura para toda la vida como un niño recurrente. Y éste es el mal camino, el malísimo camino en el que nos estamos embrollando”.

Tras esa conducta de los medios y el tipo de información de inocente apariencia que difunden, se oculta la voluntad de dominio, sobre conductas particulares y bienes materiales del conjunto, por parte de quienes manejan la comunicación maridados al poder económico y/o político.

La incertidumbre histórica que no nos permitió prever que un pequeño partido marxista convertiría la Rusia zarista en la Unión Soviética; que en 1929 se apagaría la aparente felicidad en el planeta de los ricos por un crac económico, que Hitler llegaría legalmente al poder y sería vencido cuando su asedio a Leningrado y Moscú comenzaba a mostrarlo como amo del futuro; que el imperio soviético de desintegraría en 1989; que la Iglesia Católica pediría perdón a Galileo; que los militares argentinos invadirían las Malvinas; que Alan García volvería a la presidencia del Perú luego de su desastrosa primera gestión, etc. nos revela que estamos frente a un mundo impredecible.

El filósofo checo Jan Patocka, para algunos el Sócrates del siglo XX, decía: “El devenir ahora es cuestionado y lo será para siempre”, a lo que el inmenso Edgar Morin ha agregado: “El futuro se llama incertidumbre”.

Ante este diagnóstico de la realidad, la televisión responde ejerciendo su aterradora capacidad de simplificación. Simplificación que no responde a la ineptitud de quienes la dirigen, sino a un esquema de manipulación montado sobre el manejo de imágenes y la reiteración de muletillas que se transforman en una suerte de mantra cuya repetición se puede escuchar, sin alteraciones significativas, de las distintas personas que han deglutido el mensaje para ponerse, sin criticidad alguna, a su servicio.

Otra cita de Patocka dibuja esta realidad: «¿Cuál es esa vida que se mutila a sí misma a la vez que ofrece el aspecto de la plenitud y de la riqueza?».

Porque sí, porque mutilamos al ser humano cuando lo despojamos de su carácter de sujeto histórico, para transformarlo en un simple objeto de la historia que otros escriben para él.

En cuanto al debate sobre la televisión pública y la televisión privada, el mismo está enmarcado en los conceptos que expresáramos más arriba. Los valores de la sociedad actual, que pretenden reducir la capacidad del Estado a su mínima expresión y que priorizan el lucro sobre cualquier otra variable, han ido encarnando en la población de manera tal que muchos gobiernos, como el actual gobierno del Perú, se permiten utilizar la TV pública para reforzar los mensajes que envía la televisión privada y, además, para servirse de ella como si se tratara de un agente de los intereses coyunturales que todo partido gobernante posee.

Es aquí donde juega el poder hipnótico de las imágenes y la simplificación estupidizante de la realidad como selector de posturas ideológicas y son pocos los ciudadanos que están dispuestos a preguntarse por qué un medio de comunicación que, por ser propiedad del Estado, les pertenece a todos, puede ponerse al servicio, como lo hacen los canales privados, de intereses sectoriales.

El papel de la televisión es básico en una sociedad democrática. Debe consagrar el derecho a la información y ser un vehículo plural de la libertad de expresión. Debe potenciar valores que refuercen el tejido social y contribuir a gestar un sentimiento de pertenencia a la nación, a la especie humana y al planeta que es nuestro hogar común. Debe, en suma, contribuir a la formación cívica, social y cultural en un sentido universal. No debe alentar prejuicios difundiendo información sesgada e incompleta. Debe contextualizar sus contenidos para que los televidentes puedan formar sus propios juicios y desarrollen, así, una conciencia crítica que es la base de toda democracia que pretenda prolongarse en el tiempo. Sabemos que es utópico pedirle eso a la televisión privada, por tanto se hace imprescindible disponer de un espacio público que sirva de contrapeso a la inmensa influencia que este medio ejerce sobre la conducta y el comportamiento humanos.

Con todo derecho la televisión privada puede privilegiar sus espacios destinados al ocio y el entretenimiento, pero debe ser conciente que ella no es la única alternativa posible con derecho a utilizar el espectro electromagnético de un país.

La televisión pública es un servicio de ese carácter. Decir pública es decir que pertenece al conjunto de la sociedad. Y es eso lo que debe entenderse básicamente. Nadie puede apropiarse de aquello que pertenece a otros, en este caso, la nación entera. El gobierno de turno debe administrarla. No es su propietario, sólo su administrador temporal. Entre administrarla y ponerla a su servicio hay una distancia tan grande y tan poco elaborada en el pensamiento de la población, que resulta sencillo, en el Perú al menos, proceder a su apropiación sin que la sociedad se conmueva. La televisión actual, y me refiero incluso a la múltiple oferta que nos otorga el cable, hace ciudadanos pasivos, seres humanos acostumbrados a alimentarse con comida predigerida y ese rasgo, cada vez más universal, es a la larga una bomba de tiempo para la perduración de la democracia.

La procura de logros, se ha superpuesto al sentido que esos logros pueden tener, gracias al auxilio de la tecnología que nos vende un mundo que creemos real porque lo vemos representado en imágenes. Ignoramos, que en la mayoría de los casos, esas imágenes, articuladas al antojo de quienes saben lo que quieren lograr del mensaje, son tan engañosas como las palabras de las que sí, habitualmente, nos permitimos desconfiar. La necesidad de respuestas totales, inherente a la mayoría de los seres humanos, satisface al televidente con sus simplificaciones y ahoga el espacio para la duda que es la única que puede acercarnos a respuestas que respeten nuestra condición de seres dotados de razón y discernimiento.

Es previsible que la TV pública despierte el apetito de los voraces propietarios de la TV privada y el acecho de los gobiernos de turno. Por ello, en países como el Perú, el hecho de que Canal 7 cumpla 50 años sabe a milagro. No siempre su pantalla fue independiente y pluralista y hoy atraviesa un período de oscurecimiento pero, a pesar de ello, se mantiene como una esperanza de poder hallar en ella lo que seguramente no nos ofrecerá nunca la TV privada.

Financiación de la TV pública

Estados Unidos lo hace a través de varias fuentes: al 15% del gobierno federal, se agrega partidas de los gobiernos locales, de empresas y de ciudadanos que gozan de una suerte de membresía gracias a sus aportes. Ninguna de esas emisoras públicas emite comerciales y sus directorios se integran, por ley, con representantes que expresan los distintos intereses de la comunidad. Algunos de sus programas, especialmente los científicos, superan en audiencia a los canales privados. Un experto estadounidense en la materia dice: “La TV pública tiene la misión social de informar, inspirar y educar. La TV comercial no da la oferta de oportunidades de conocimiento, información, apertura a otros escenarios y culturas y al cruce de lenguajes artísticos como lo hace la TV pública. En la televisión global actual, la TV pública es la única capaz de difundir, conservar y construir las identidades locales. ¿Qué sería de la diversidad cultural, si no, en manos de las cadenas comerciales, a las que sólo les interesa repetir una y otra vez esquemas y estereotipos de ciclos probados?”

Conclusión

Para tener una TV pública atractiva que “informe, inspire y eduque” y, además, desde su independencia y pluralismo contribuya a crear valores que consoliden el tejido social dándonos un sentimiento de pertenencia crítica a la sociedad de la que somos parte, son necesarias tres cosas: educar, educar y educar. Para ello la televisión tiene un papel fundamental que debería articularse armoniosamente con las instituciones educativas de la sociedad y con todos los sectores preocupados por el bie¬nestar general, por el crecimiento intelectual de la población y por el mejoramiento de la calidad de vida, más allá de sus intereses particulares o sectoriales.

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